¡Catrina de mis amores!
Bailando venía la Parca a buscar quien la quebrara, pero no sabía la terca que todos estaban en Conecta. ¡Celebra con nosotros con calaveras, altares y tradición!
¡Hola!
Este año hay más fotos en nuestro altar de muertos. Se nos fueron muchos muy rápido. Nos los quitó el destino, el dolor o la pandemia. Ya veníamos cargando a otros, también nuestros, pero nos habíamos acostumbrado al peso de su ausencia que nos ha acompañado por décadas. Los nuevos nos pesan más. Están tibios en la memoria.
Apenas caben los retratos, la guitarra, el tequila, la sal, el pan de muertos, las flores y los rosarios sobre la mesa decorada con manteles coloridos y papel picado. Les ofrecemos lo que recordamos que les gustaba en vida al momento de partir. Lo de antes se va difuminando con la añoranza. Cuesta trabajo pensarles en sus otras vidas, las que vivieron antes de que entráramos en ellas, las que pasaron antes de nosotros. Qué complejidad implica esto de honrar las memorias; preservamos las que nos consuelan y enterramos las que más nos hacen llorar.
Hace mucho que no visito sus tumbas ni paso un 2 de noviembre rezándoles en el cementerio. Hace años que no me toca comer cañas de azúcar mientras recitamos las anécdotas familiares de siempre que se han vuelto tradición. No les he llevado coronas ni mariachi. Los honro desde aquí, a lo lejos, en otro país, detrás de un muro, en un idioma distinto, con colores y sabores ajenos hechos propios y con las ganas siempre de volver atrás.
Los revivo en notas y canciones, en las charlas que tengo con mis mellizos para explicarles quiénes fueron y porqué están ahí. Qué difícil es esto de reconstruir con palabras lo mucho que significaron en vida y lo mucho que sus silencios pesan. Me cobijo con eso que me dejaron en las miradas curiosas de mis hijos. Y reímos, bueno, ellos; a mí se me caen discretamente las lágrimas. Las contengo apenas, a veces. Me hacen falta y me aterroriza pensar que algún día yo les haré falta, o así quiero creerlo.
Colgamos juntos las flores de papel sobre las imágenes pegadas en la pared. Son niños. Tienen 7 años y aún no comprenden el vacío que estamos llenando en ese altar en el que está hasta nuestro incondicional Rocco. Los veo emocionados, conscientes y tranquilos, en paz con la muerte, y me duele algo por dentro. No quiero convertirme en estrella aún. No quiero más llantos que nos hagan ver borroso el universo en las noches frías y solitarias. No quiero que piensen qué pondrían en ese altar en caso de que me fuera. No quiero obligarlos a crecer ni que me reconstruyan en recuerdos. Quiero estar y que estén, ¡que estemos!
La distancia y la frontera son traicioneras. Le duele a uno más todo, sobre todo las ausencias. Qué ganas de burlarse de la noche y de la muerte. Qué ganas de acabarse la nostalgia en versos. Qué ganas de ser eterno con ellos. Qué ganas de llevar su tibieza bajo el brazo y su sonrisas en el bolsillo. Qué ganas de que estuvieran aquí. Qué ganas de zafarse de la muerte.
Pero el dolor es engañoso y sobrevive a todo. Nos obliga a rescatar tradiciones lejos de casa para sentirnos cobijados y acompañados. Por eso buscamos cempasúchiles y veladoras, claveles y agua bendita, pan de muerto y calaveritas de azúcar en el supermercado extranjero. Queremos pensar que volverán por una noche y que se quedarán. Nos anima imaginarlos aquí, entre nosotros, reconociendo nuestros rostros envejecidos y cansados, mientras ellos lucen eternos.
Unos volverán por primera vez y no sé quién consolará a quién. Ellos, a los que les llegó la rayita antes de tiempo, o nosotros, los que aún no nos acostumbramos a estar en este mundo tras su partida, con la inminente posibilidad de encontrarlos antes de lo previsto, de que la muerte nos obligue a más despedidas y más retratos amontonados en el altar. Qué contradictorio es pensar que por una noche burlamos a la muerte y todas las demás, ella de nosotros. Maldita embustera… a todos nos va a llevar.
La tradición propia y ajena
La muerte no huele a cempasúchil ni se pinta de calavera; no, no hay mariachi en la pérdida ni júbilo en el dolor. No, la muerte es muy cruel y apesta; es el principio de una ausencia que acalambra el corazón y entume los pensamientos. La muerte es -a veces- el principio del olvido. Por eso nos reímos y la burlamos, nos vestimos y le cantamos, porque hasta en el duelo hay ironía… y en la picardía hay consuelo.
Esto lo aprendí muy lejos de mi México.
Soy de un pueblo del norte donde todos lloramos en el mismo cementerio y coreamos con las bandas que honran siempre a los difuntos ajenos. No velamos ni ponemos altares, no cocinamos ni adornamos. Somos simples: unos claveles en las tumbas, una caña de azúcar en los labios y un rosario en las manos. Así pasamos cada 2 de noviembre: corriendo, comiendo y rezando, con todos los gerundios que conlleva el abismo que hemos ensanchado con el centro.
El desierto nos separa en México hasta con los muertos. Para los que crecimos cerca de la frontera, las veladoras se encienden en vida y se apagan tras los entierros; la tradición se acaba junto con el puño de tierra cubriendo el féretro.
Así nos criaron, lejanos.
Somos el Norte, el hijo sarcástico de la historia y el bastardo de la costumbre, somos la oveja negra que siempre renegó del rebaño, porque nos gustó siempre más la manada del otro lado… hasta que cruzamos.
Algo pasa en el extranjero que seduce a la nostalgia, uno deja de ser del Norte para ser de México.
De este lado del muro cerré la grieta con mi historia. A través de los ojos extranjeros comprendí la tradición mexicana milenaria de honrar a los que se fueron, a los que nos dolieron, a los que nos vaciaron los ojos y nos llenaron el corazón. En Estados Unidos probé por primera vez el pan de muertos y las calaveras de azúcar. Acá, donde hablan más inglés y escuchan reguetón, hice las paces con La Catrina y la dibujé en mi cara. Aquí, con el corazón exaltado de un patriotismo resucitado, escribí las primeras calaveritas. Bendita añoranza que me hizo volver a casa.
Hizo falta irme para entender que tenía el albur y la fe en la sangre, pero nunca los había sentido palpitar de emoción por una ausencia. Y luego, en el momento justo, comprendí el abrazo al infinito que representa un altar de muertos, ¡qué etéreo y qué eterno!, ¡qué bonito!
Esta es la primera vez que pongo la foto de mi padre y la de mi tata junto a unas veladoras y flores en mi casa. Les hablo, les cuento, me imagino lo que quisieran cenar y les explico a mis hijos que no lo sé todo de ellos, porque se nos fue muy rápido el tiempo. Luego pongo más fotos, muchas más.
Después doy dos pasos atrás y lo veo.
No es la muerte la que huele a cempasúchil, sino los recuerdos; no es el duelo el que suena a mariachi, sino el cementerio; no es el rostro de La Parca el que pintamos, sino las facciones se dibujaron en aquellos que más queremos. Y eso lo aprendí bien lejos de México.
Te abrazo muy fuerte,
Maritza L. Félix
Fundadora de Conecta Arizona
Calaveritas de nuestra familia Conecta Arizona 2021
Si quieres ver las del año pasado, que también están buenísimas, pueden leerlas todas aquí en nuestra página de Facebook.
Día de los Muertos: artistas mexicanos exponen en el Consulado de México en Tucson
Hasta el 22 de noviembre se encuentra abierta, en el Consulado de México en Tucson, una exposición para celebrar el Día de los Muertos, como parte de las tradiciones mexicanas de la comunidad latina en Arizona. En la exposición, que se inauguró el 22 de octubre, se pueden ver obras y representaciones relacionadas con el tema elaboradas por artistas mexicanos o méxico-americanos, entre ellos de María Rosa Zaragoza Medina, una de las organizadoras.
“Hay un altar, la muestra se enfoca en todos los seres queridos de los artistas que vamos a exponer. Somos 7 artistas, todos graduados de la Universidad de Arizona. Además del altar, cada uno hizo su obra y su interpretación del Día de los Muertos. Yo hice un altar en el que explico cada elemento que se pone en él; otros hicieron memoria a gente querida que ha fallecido”, señaló Zaragoza en el programa La Hora del Cafecito, de Conecta Arizona.
La exposición sobre esta tradición propia del sur de México se puede visitar de lunes a viernes de 8:00 de la mañana a 5:00 de la tarde, en la galería Leonora Carrington, y es gratis y abierta al público. El Consulado se encuentra en el 3915al este de Broadway Blvd.